Rafa López León: La memoria viva del deporte desde las clases de Ciudad Real a lo más alto del balonmano

«De cuando el barro nos llegaba a los tobillos – Episodio 8: Balonmano» nos ofrece los principios de un campeón, los 60 y 70 a través de la mirada de Rafa López

Hablar con Rafael López León es conversar con una generación entera. No sólo por su extraordinaria trayectoria como deportista y docente, sino porque en su relato se entrelazan la historia del deporte escolar, la evolución y memoria del balonmano español y el tejido humano que hizo posible todo aquello. Desde los patios de tierra hasta los clubes federados, desde la vocación temprana hasta la docencia comprometida. Rafa no cuenta su vida: la ofrece como testimonio de lo que ocurre cuando el deporte no es sólo una actividad, sino una forma de estar en el mundo.

Este texto es un recorrido por esa memoria en movimiento. No busca heroicidades ni gestas individuales. Busca los valores que se quedan, las personas que sostienen en silencio, las pistas improvisadas que se convirtieron en escuela. Y, sobre todo, quiere rendir homenaje a una manera de entender el juego como vínculo, como pertenencia, como impulso vital que nunca se suelta del todo. La manera de entender la vida a través del deporte que forjó a un campeón.

Porque hay quienes viven con una meta. Y hay quienes, como Rafa, siguen viviendo con la pelota en la mano.

Una vida «con la pelota en la mano»

«Soy Rafael López León». Se presenta con una sencillez que desarma. Como quien lleva toda una vida repitiendo su nombre en las pistas, los pasillos de los institutos y los patios de colegio. “Como tú bien dices… soy un hombre del deporte de toda la vida. Siempre he estado con una pelota en la mano”.

La frase cae con un peso ligero, casi sin énfasis, pero es total. Define no sólo su pasado, sino su presente. Desde que tiene memoria, “desde mi infancia, que la viví ahí en la Ciudad Jardín”, el deporte ha sido su modo de estar en el mundo. “Hasta ahora, en mi jubilación, sigo con la pelota en la mano”, asegura. No como un símbolo: como una verdad.

No hay distancia entre el niño que corría por las canchas improvisadas de tierra y el hombre que dedicó su vida entera a enseñar educación física. “El deporte ha sido mi manera de vivir. Lo he trasladado a mi vida cotidiana, a mi vida doméstica, a los valores que intento transmitir… No solo en mi entorno más cercano, sino también en la vida de los demás”.

Durante 38 años, como profesor en institutos y en las facultades de Educación de Toledo y Ciudad Real, su misión fue exactamente esa: educar desde el cuerpo, pero hacia el carácter. “El deporte ha sido el paradigma de mi desarrollo personal y de mi vida social”.

Todo empezó como empezaban las cosas entonces: sin grandes recursos, sin expectativas épicas. “Empecé como casi todo el mundo en aquella época, un poco antes de los años 60, aquí en Ciudad Real. El deporte estaba dirigido por la Organización Juvenil Española. Y era un deporte puramente escolar”. No había clubes, ni ligas estructuradas, ni selecciones. Solo había ganas, una pelota, y la oportunidad de formar parte de algo.

Uno de los primeros equipos de Rafa López R. López
Uno de los primeros equipos de Rafa López con R. Martínez, P. Prado, J. M. Barreda, L. Rodríguez o A. Fonseca/ R. López

Jugaba en los Marianistas, donde se probaba en todo: fútbol, baloncesto, balonmano. “Tengo fotografías de los tres. Eran los deportes base”. Pero lo que de verdad quedó no fueron las fotos, sino lo que pasaba entre una jugada y otra: “Allí empecé a tener amigos, a saber lo que es un equipo. A desarrollar mis actitudes personales… No solo habilidades físicas, sino también habilidades sociales. Saber cooperar, sacrificarse por los demás, saber perder, tener una entidad por la que luchar”.

Para Rafa, el deporte nunca fue una actividad aislada. Fue una herramienta de vida. “Poco a poco fui entendiendo que el deporte no es solo físico. Te forma el carácter. Te forma la personalidad”. Esa identidad construida con esfuerzo y compañerismo fue calando en su forma de enseñar, de vivir y de mirar a los demás. “Esa forma de ser mía, ese carácter… Yo creo que viene del deporte. De haberlo vivido, jugado, enseñado y transmitido.”

No habla de medallas, ni de récords. Habla de valores. Habla del grupo. Habla de jugar no para destacar, sino para pertenecer. Habla de seguir llevando una pelota en la mano no porque aún quiera competir, sino porque no sabe vivir de otra manera.

Y ahí está, en la frase que repite como un latido, la esencia de toda su historia: “Sigo con la pelota en la mano.”

Los patios de tierra y cemento

Para entender lo que significaba hacer deporte en la Ciudad Real de los años 60, hay que imaginar un escenario sin pistas cubiertas, sin equipaciones oficiales, sin federaciones omnipresentes. “Es que era lo único que había”, dice Rafa. Y cuando lo dice, no hay que leer tristeza. Hay que escuchar pertenencia.

Las canchas eran más que lugares: eran puntos de encuentro, nudos emocionales. Sitios donde los chavales se formaban, se relacionaban y descubrían el mundo. “Jugábamos donde se podía. El Romasol, por ejemplo, era un cine de verano, pero también una cancha. Allí, donde se ponían las sillas, jugábamos”. No importaba que el suelo fuese tierra o cemento. Importaba que hubiese balón, compañeros y espacio para correr.

Romasol 1951
Romasol en 1951 con un equipo formado por pioneros como Pascasio Imedio / R. López

Los Marianistas tenían algo más de suerte: “Tenían una pista arriba, antes de la huerta y la piscina. Era una cancha polideportiva doble, donde se jugaba al balonmano y al baloncesto”. Pero eran excepciones. “Las otras canchas eran de tierra, o una parte de tierra y otra de cemento. Como en el Ferroviario, donde también se hicieron muchos torneos”.

Esos lugares no eran solo campos. Eran recuerdos compartidos. Eran lo que hoy podríamos llamar raíces comunes. “Toda esa generación compartimos núcleos. Da igual el deporte: atletismo, fútbol, baloncesto, balonmano, natación… Al final todos acabábamos en los mismos sitios”.

El paisaje urbano era limitado, pero bastaba. “En aquella época había pocos estadios, pocas canchas. Quitando la de fútbol y atletismo, donde también empecé yo con los Marianistas, y donde empezaron los nadadores… Había poco más.” Y, sin embargo, fue suficiente para que nacieran pasiones, equipos y amistades.

Había algo especial en moverse entre esos espacios. En saber que, al doblar la esquina, encontrarías a otros como tú, con las mismas ganas de jugar. “Nos volvíamos a juntar la gente joven en los mismos sitios. Éramos los mismos, siempre los mismos.”

Equipo Magisterio 1970
Equipo Magisterio en 1970 con jugadores como J. A. Balmaseda, Manuel Fernández o Paco Carranza / R. López

Cada lugar tiene un eco en la memoria. El cine Romasol, el patio del Ferroviario, la pista de Marianistas, el parque, incluso la improvisación de una calle vacía al atardecer. Y lo que más emociona de escucharlo no es la nostalgia del espacio, sino lo que esos espacios activaban: comunidad, pertenencia, identidad.

El deporte no necesitaba estructuras grandilocuentes. Necesitaba suelo firme, aunque fuera de tierra, y gente con ganas de encontrarse. “Ahí es donde jugábamos. En tierra, en cemento… en lo que había. Pero era nuestro. Y era suficiente.”

Mucho más que jugar: los valores que se aprendían en equipo

Si algo tiene claro Rafa López es que el deporte fue, antes que competición, una escuela de vida. Una forma de construir carácter, identidad, vínculos. “Ahí me di cuenta de la importancia que tiene el deporte en el desarrollo personal”, dice con firmeza. Y lo dice sin fórmulas abstractas: Lo dice porque lo vivió, porque lo enseñó, porque lo sigue viendo.

“Jugábamos, sí. Pero también aprendíamos a cooperar, a sacrificarnos por los demás, a saber perder.” En sus palabras no hay nostalgia ni idealización. Hay lucidez. Porque los valores no eran un añadido: Eran el núcleo mismo de la experiencia deportiva. El equipo, el esfuerzo compartido, enseñaba más que los discursos.

“Empezamos en el colegio, en torneos escolares, y ahí ibas entendiendo lo que era formar parte de algo. Tener una entidad por la que luchar.” Esa palabra “entidad” no se refiere a un club con escudo y reglamento. Se refiere al grupo humano del colegio, a la tribu deportiva que se construía cada tarde, en cada entrenamiento.

“Yo creo que esa forma de ser, ese carácter que tengo, se ha ido construyendo ahí. A base de los valores que el deporte me ha dado.” No se refiere a ganar. Ni siquiera a destacar. Se refiere a compartir, a adaptarse, a ceder. A esas pequeñas lecciones que no siempre se ven desde fuera, pero que moldean para siempre.

Juegos de La Mancha 1973
Rafa López en los Juegos de La Mancha de 1973 / R. López

Uno de los grandes pilares de esa formación fue el atletismo, al que Rafa se refiere con respeto absoluto. “La base de todo estaba en el atletismo.” No solo por lo físico. No solo porque servía como base para el resto de disciplinas. Sino porque el atletismo enseñaba a enfrentarse a uno mismo. “Muchos niños evolucionaban desde el atletismo, como deporte individual, y luego se iban metiendo en deportes de equipo”.

Rafa no cree en atajos ni en talentos solitarios. Cree en el recorrido. En la suma de habilidades físicas, sí, pero también emocionales y sociales. “Yo creo que se debería volver a esa forma de enseñar el deporte a los niños: Primero habilidades primarias, que te da el atletismo, y luego habilidades más específicas, como las que te exige un deporte de equipo”.

Rafa lo transmite con la certeza de quien ha visto pasar generaciones por las pistas, por los pabellones, por sus clases. Y en todas ellas, ha reconocido lo mismo: Que los verdaderos logros no son las copas ni las estadísticas, sino los valores que se quedan. Los que se trasladan al carácter. A la forma de mirar al otro. Al modo en que uno se sostiene en la vida.

“Eso lo aprendías jugando. Y sin darte cuenta… Se quedaba para siempre”.

La época dorada del balonmano y el nacimiento del club

Todo tiene un momento en el que deja de ser juego para convertirse en algo más. Para Rafa López, ese momento fue la transición de los años 60 a los 70. “Pasamos del ámbito escolar, típico y básico, a un ámbito federado. Aparecieron los clubes. Se empezó a organizar todo”.

Hasta entonces, los partidos se organizaban casi por inercia, en los patios de los colegios y bajo la batuta de la Organización Juvenil Española. “Todo estaba organizado por la OJE. Era el movimiento de aquella época. Si querías hacer deporte, tenías que pasar por ahí”.

Pero llegó un momento en que la necesidad de crecer superó las estructuras que lo contenían. “A partir de los años 70 nace el asociacionismo deportivo como un boom. Empiezan a aparecer asociaciones dentro de los colegios, pero también fuera. Ya no jugábamos solo en el entorno escolar: empezamos a hacerlo en toda la ciudad”.

Ahí nace la figura del club. La ficha federativa. La cancha pública. El entrenador con plan. El balonmano, hasta entonces un deporte de 11, se reconvierte al formato de sala, a siete jugadores. “Nuestros inicios fueron con el balonmano a 11. Jugábamos como si fuera fútbol. Pero luego vino el balonmano sala, porque había pocos campos grandes, y porque empezamos a organizarnos de verdad”.

Rafa lo vivió desde dentro, y también fue pionero en dar el paso del colegio al club. “En los Marianistas yo tengo fotos de balonmano a 11. Éramos de los primeros. Pero luego nos fuimos juntando los mejores de cada colegio: de los Garate, del Doncel, de San Juan de Ávila… Y nacieron equipos de verdad.”

Equipos como el Medina, el Cisne, el San Fernando OJE. Nombres que hoy suenan lejanos, pero que entonces eran símbolo de un cambio. “Con clubes apareció también la necesidad de financiación. Porque claro, ya no bastaba con reunirse: Necesitábamos balones, camisetas, canchas. Y eso costaba dinero”.

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Rafa López León en el Pabellón Puerta de Santa María, feudo del balonmano en Ciudad Real que vio grandes momentos de la historia de este gran jugador / Clara Manzano

Las primeras ayudas llegaron de las instituciones, sí. Pero también del compromiso de padres, profesores y antiguos jugadores que asumieron la logística como si fuera una misión. “No estaba nada financiado. Todo salía del esfuerzo común. Entrenadores que decían ‘yo me quedo y os enseño’. Gente que llevaba los balones, que organizaba los viajes. Sin ellos, el deporte no hubiera sido”.

El balonmano empezó a salir de Ciudad Real. A competir en otras provincias. A ganar. “Fuimos campeones autonómicos. Viajábamos a Murcia, a Sevilla, y eso, en aquel momento, era lo más ilusionante del mundo”. Lo recuerda con una sonrisa que aún le ilumina la cara. “Era lo mejor que te podía pasar. Salir con tus amigos, con tus compañeras, defender tu equipo, aunque no pensáramos en ‘la tierra’. Lo importante era el grupo”.

Ese impulso fue creciendo. Y en medio de ese crecimiento, aparecieron personas clave: Entrenadores, promotores, organizadores. Gente que no buscaba medallas, sino continuidad. “En el 72, 73, 74, etcétera, hubo una generación que lo cambió todo. Muchos se quedaron como entrenadores. Muchos otros se encargaban del agua, de los desplazamientos. Todos necesarios”.

Y fue así, sin ruido, sin grandes titulares, como el balonmano en Ciudad Real dejó de ser un juego de patio para convertirse en una identidad colectiva. Un deporte con estructura, con alma, con historia. Y Rafa estaba allí, de nuevo con la pelota en la mano, viendo cómo todo germinaba.

La otra cara del deporte: madres, utilleros y héroes invisibles

No se veían en las fotos, ni salían en la prensa, ni anotaban goles, pero sin ellos no habría habido partidos. Para Rafa, lo tiene claro: el deporte no se entiende solo desde quienes lo practican, sino desde quienes lo sostienen. “Había mucha gente que ayudaba, que empujaba desde fuera. Y eran tan importantes como los jugadores o los entrenadores”.

Habla de padres y madres que llevaban a los niños a los partidos, de entrenadores que no cobraban, de gente que se ofrecía a llevar balones, a organizar desplazamientos, a buscar camisetas prestadas. “Eran entrenadores que decían: ‘yo he sido jugador, pero ahora me quedo como entrenador, te ayudo, te enseño’. Gente que decía: ‘yo llevo el agua’, ‘yo abro la pista’ o ‘yo llamo al autobús’”.

Aquel esfuerzo colectivo, invisible, generoso, imprescindible, fue lo que permitió que el deporte creciera. Y esa cultura de la implicación se ha mantenido en algunas estructuras actuales. Rafa lo ve con emoción cuando habla del Caserío, el club que ha ascendido recientemente a División de Honor. “Allí ves 50 mujeres trabajando cada fin de semana. Llevan a los niños, organizan actividades, montan las fiestas, las fotos, lo social. Lo llevan todo.”

Rafa López León, en la grada viendo el partido del Caserío / Foto: Elena Rosa
Rafa López León, en la grada viendo el partido del Caserío / Foto: Elena Rosa

Su admiración es total. “Yo creo que es el club más femenino que hay en toda España. Pero no en número de jugadoras, sino en implicación. Son el alma del club. Las puertas, los disfraces, los juegos, las rifas… todo lo mueven ellas”. Y lo dice con respeto, con orgullo, con esa certeza de que nada sería igual sin su trabajo incansable y silencioso. Con la certeza de alguien que a apoyado siempre el deporte femenino, y a las mujeres del deporte.

No es algo nuevo. Ya en los años 70, cuando todo era mucho más precario, ese tipo de compromiso era lo único que sostenía el sistema. “No había financiación. Todo era voluntario. Y sin esas personas no podríamos haber viajado, ni jugado, ni mantenido a los equipos”.

En el fondo, lo que Rafa señala es un modelo: el deporte como proyecto colectivo. No solo de quienes juegan, sino de una comunidad entera que se vuelca, que participa, que se reconoce en el esfuerzo común. “Eso es lo que más me emociona: que haya gente que, sin ponerse una camiseta, sin pisar el campo, construye club, construye deporte”.

Y aunque muchos de esos nombres no aparezcan en los listados ni en las placas, Rafa tiene claro que merecen el mismo homenaje. “Habrá mucha gente que se ha quedado sin nombrar y que ha sido muy importante. Pero no es por olvido, ni por falta de gratitud. Es que han sido tantas personas, en tantos años, que la memoria no da para todos. Aunque el corazón sí”.

Sin referentes, solo pasión

En los años sesenta y setenta, no había vídeos motivacionales ni ídolos internacionales decorando carpetas escolares. No había estrellas con las que identificarse, ni partidos televisados cada fin de semana. Y, aun así, o quizás por eso, se jugaba con más hambre.

“Ninguna”, responde Rafa cuando se le pregunta si tenía algún referente. Lo dice sin amargura, con esa firmeza sencilla de quien no necesita adornos. “Ahora la información es inmediata. Todo el mundo tiene televisión, tiene radio, tiene internet. Pero entonces… no había nada”.

Equipo 3
Equipo del que formaron parte grandes como Cecilio Alonso, Pedro Panadero o Paco Elvira / R. López

No lo dice como una queja. Lo dice como un hecho. Una constatación de lo mucho que ha cambiado todo. “Cuando yo jugaba, incluso ya en magisterio, no conocíamos a nadie de balonmano. Quitando a Cecilio Alonso, que era de aquí y se había ido a Madrid, no teníamos ninguna figura a la que seguir”.

Aquel anonimato, sin embargo, no apagaba el entusiasmo. Lo multiplicaba. La motivación no venía de fuera, nacía dentro. “Jugábamos porque nos gustaba. No porque quisiéramos parecernos a nadie. No por copiar a nadie. Jugábamos porque nos nacía”. Y esa forma de jugar, desde el impulso, no desde la imagen, dejó una huella indeleble en su generación.

La escasez de referentes, de alguna forma, los obligó a mirar más cerca. A buscar en el compañero de equipo, en el entrenador del colegio, en el amigo mayor. “El que más tenía un referente era su entrenador. O su profesor. Pero no eran ídolos, eran personas cercanas. Gente que te enseñaba”.

Rafa llegó a lo más alto: jugó en División de Honor, fue convocado para la selección nacional, participó en las Olimpiadas de Moscú 1980 y Los Ángeles 1984. Y, aun así, sigue diciendo que su formación se dio sin mirar hacia arriba. “En aquella época, se televisaban solo los partidos del Atlético y el Barça. Todo lo demás, nada”.

Ni siquiera en los años 80, ya siendo profesional, el reconocimiento era comparable al actual. “Se nos conocía a los que jugábamos en esos dos equipos. El resto, nadie. Ahora conoces a todos los jugadores de la Asobal y de Plata. Entonces, nada. Nos bastaba con el Lanza y el Tribuna para enterarnos de lo que pasaba aquí”.

Quizás por eso, cuando habla del presente, lo hace con una mezcla de asombro y esperanza. Sabe que tener referentes es importante, pero también sabe que no es lo único. “Hoy hay historias de superación, modelos que seguir, gente en la que reflejarse. Está bien. Pero no se puede perder el juego por el juego. El amor sin espejo”.

Y mientras lo dice, queda claro que él no necesitó ídolos para llegar a lo más alto. A finales de los 70 Rafa ya era un campeón, entrenador, y un pionero. Los logros posteriores forman parte de la historia de esta ciudad y del país, de nuestra memoria. Pero lo maravilloso de estos deportistas como Rafa López León, es que solo necesitó ganas, una pista, aunque fuera de tierra, y una pelota en la mano. La misma que, tantos años después, sigue sin soltar.